Originalmente publicado en Avispamidia.
“Allá arriba, esa parte que se ve café es un poco de lo que se quemó”, dice Margarito Morales mientras señala el Cerro Iglesia a lo lejos, su voz se nota pesada, como si cargara el monte en su palabras. Él, su esposa y su hijo nos platican sobre el cerro que se incendió durante más de una semana el pasado mes de mayo. Al hablar, comparten historias, parajes y ocasionalmente se detienen para dialogar en su lengua natal, el zapoteco, lo que les permite recordar con mayor facilidad historias, como si el recuerdo del cerro estuviera inherentemente relacionado con su lengua, siendo el español casi un intruso. Y es que de alguna manera lo es. Cuando surge una duda en la narración (alguna discrepancia entre fechas, nombre o significado) los tres mudan la conversación al zapoteco, ríen y discuten dándole espacio al acuerdo para compartir en español solo la conclusión.
“El cerro no nos da nada, pero nos mantiene”, dice Amalia López mejor conocida como mamá Mali por sus hijes y nietes. Con sus palabras se devela una relación entre la historia del cerro y su propia historia de vida. Una relación de apoyo mutuo y cuidado, de reciprocidad y cariño. Este incendio fue el peor que se ha visto desde que ella y su esposo, Margarito nacieron hace ya más de 70 años. “Yo soy del 49 y él del 46, ya el cerro ya tiene más tiempo”, comenta intentando recordar la última vez que el cerro se quemó.
Margarito cuenta que en su infancia, el cerro al cual llaman en zapoteco Dani Roo (Cerro Iglesia) se incendió una vez y que inmediatamente hicieron sonar las campanas para que la gente fuera a controlarlo, además de que, durante la noche un aguacero terminó por sofocar las llamas. En esa ocasión las pérdidas no fueron tan graves como ahora, ya que se calcula que este año, 2024, por lo menos fueron 10 mil hectáreas del cerro afectadas, más del doble que la última vez.
“No vamos a buscar culpables, no es eso, es tener esas experiencias, porque nunca se quemaba el cerro y ahora ya sabemos. Hace mucho sí se quemó y en ese momento subieron todos: hombres, niños, mujeres con cubetas, con jarros, con lo que fuera y casi pudieron apagarlo. Llevaron hasta a las personas grandes que se quedaron a rezar, orar y pedir que se apagara el fuego, así todos ayudaron. Y luego en la noche se vió venir la nube y caer la lluvia”, comparten Margarito y Amalia.
Margarito cuenta que durante este incendio “Esa parte donde se quemó era virgen, nunca se quemaba, yo tengo tantos años y nunca. Era puro monte, nadie se mete hasta ahí por eso le dicen el Río Oscuro. Animales, ¡Nombre, a estas horas ya es de noche ahí! Hay venados, ardillas, codornices, chachalacas, palomas del monte, ardillas, palomas grandes. Ahí andan en parvada unos 40, 30. Guajolotes del monte. Son grandes. Sí se comen, sí lo cazan, pero como son hábiles, cuando tu andas por acá ellos ya no están por allá.” Cuando era niño, Margarito iba a cazar con su papá al cerro como muchos de su comunidad, pero ahora solo viven del Dani Roo quienes no tienen tierras para sembrar, ya que la caza y la recolección de leña para vender es su sustento, pero con el fuego perdieron la fuente principal de su trabajo.
La familia sigue nombrando a los habitantes del monte. Ríen y les nombran en ambos idiomas, imitan sus sonidos y describen sus colores: “Orquídeas que florecen en el mes de mayo, hay mucho cenzontle y jilgueros. ¡Hijoles, cómo cantan! Y había uno que chiflaba como humano. Si chiflas te contesta, te invita a ir al monte. Había pinos, encinos, pingüica, manzanita de monte. Hay un árbol que era rojo su tronco y que se pela su cáscara. Era muy bello, todo eso había”, el pasado y el presente se mezclan en las palabras del abuelo, como si con ello se resistiera a aceptar que todo eso de lo que habla ahora es cenizas.
En este último incendio, a comparación del ocurrido hace más de 60 años, no contaron ni con lluvias, ni con las manos necesarias, ni con el apoyo esperado por las instituciones. El incendio no empezó en sus tierras, Villa Díaz Ordaz- comunidad y municipio que llevan el nombre del general liberal José María Díaz Ordaz quien fue herido de muerte en ese territorio hace ya más de 150 años- sino que: “Primero dijeron que en el terreno de San Miguel Albarradas ahí un rayo agarró a un árbol, y con tanto tiempo de seca hay mucha hojarascas que como tiene años, añisimos acumulándose por ahí empezó el quemazón”, comparten. Con gran velocidad las llamas fueron consumiendo todo el bosque y acercándose a los límites de los territorios de los pueblos vecinos como Villa Díaz Ordaz, Mitla y San Miguel, en el Valle de Tlacolula.
Ante esto, las autoridades agrarias realizaron un recorrido para inspeccionar la colindancia del territorio con las comunidades vecinas, y consideraron que no era probable que el incendio llegara hasta su territorio. Pero el fuego no reconoce divisiones agrarias y cruzó las fronteras imaginarias devorando e invadiendo los terrenos comunales. Las autoridades agrarias, administrativas y eclesiásticas convocaron a la comunidad para detener el fuego tocando las campanas de la iglesia, dando avisos por el megáfono del municipio o compartiendo en las redes sociales. Se convocó a todas las personas que pudieran apoyar al día siguiente para evitar que la lumbre lo devorara todo. Días después, un grueso de la población decidió formar un bloqueo vial en la carretera internacional 190 con el apoyo de otras comunidades vecinas, entre ellas San Dionisio Ocotepec y la Villa de Mitla, las cuales también estaban solicitando apoyo humano y material para sofocar el incendio pues se extendía en todos sus territorios. Ante la imposibilidad de detener el fuego con sus propias manos, la exigencia de la población fue que se enviara un helicóptero para apagar las llamas, además de personal del Ejército y Guardia Nacional para apoyar a la formación de brechas, ya que en la comunidad la mayor parte de la población que se encontraba en ese momento eran niños y ancianos debido a la migración.
“Campanadas y campanadas para convocar a la gente, y los aparatos anuncia y anuncia que por favor vayan a apoyar en el cerro. Y todos tristes porque estaba todo lleno de humo, ni la radio sonaba. Se suspendieron las fiestas y se sintió el pueblo. Estábamos tristes, hablando de cómo van a hacer para apagarlo. Unos salían en las mañanas, otros a medio día y otros en la tarde, pero todos tristes”, comparte Amalia.
Los abuelos nacieron y vivieron toda su vida en este territorio, cobijado por la bruma que baja de la Sierra en tiempos de frío y rodeado de montes verdes en lluvias que se amarillean en temporada seca, tan característicos de la región de los valles de Oaxaca. “No es lo mismo que anteriormente. Le tenemos mucho amor al cerro porque lo conocemos. Nosotros aunque sea la plática del abuelo pero mucho lo escuchábamos. Él nos decía, escúchenme porque cuando yo me muera ya no hay nadie que lo vaya a recordar. Y sí es cierto, lo escuchamos y pues lo recordamos. Así igual con el cerro.”, recuerda Amalia mientras ve a su hijo Juan, quien también creció ahí, sin embargo desde los 15 años tuvo que emigrar por diez años a la Ciudad de México para trabajar y apoyar a sus hermanos que salieron del pueblo a estudiar. Desde hace veinticinco años, Juan vive en la Ciudad de Oaxaca en donde nacieron sus hijos. Este es un patrón que se repite en la comunidad y en la región, una repetición de historias de migración hacia la ciudad, cambiando la siembra, la cría y la vida autogestiva por el trabajo asalariado. Y aunque no se ve a simple vista, este fenómeno se relaciona con el incendio recién ocurrido. “Es que ahora no hay interés porque ya todos agarran contrato y pues no viven del cerro, pero yo creo que aunque no nos da nada el cerro, nos mantiene. Hay oxígeno, el árbol es el que absorbe todo el humo del carro que nos lleva a trabajar”, comparte la abuela.
Así como Juan migró por necesidades económicas, entre 1942 y 1964 hubo una gran cantidad de hombres de la comunidad de Villa Díaz Ordaz que migraron temporalmente a Estados Unidos como parte del Programa Bracero, el cual fue un acuerdo binacional entre México y Estados Unidos para enviar a trabajadores mexicanos mientras el ejército estadounidense libraba la Segunda Guerra Mundial. Este fue el caso de los abuelos de Margarito y Amalia, quienes al presentarse la oportunidad, migraron temporalmente. Ellos recuerdan que, aún así, durante su infancia y juventud la mayoría de la gente seguía dedicándose a la siembra de milpa, papa y chilacayotas además de que elaboraban pan y chocolate. Durante su infancia, familias enteras sembraban el campo, incluso trabajaban en terrenos muy lejanos dentro del Cerro Iglesia. La gente caminaba largas horas para llegar a sus tierras, las mujeres cortaban la leña y preparaban la comida en el campo, dejando ahí los metates y demás utensilios que podían ocupar quienes subieran y lo necesitaran, además cada año nuevo la comunidad se organizaba para llevarle una ofrenda al cerro y agradecer lo cosechado.
Así pasaron los años de la pareja pero cuando sus hijos crecieron no había oportunidades educativas y las familias batallaban constantemente con el dinero, así que los hijos, incluido Juan, migraron a diferentes ciudades y países para seguir con sus estudios, trabajar para apoyar económicamente a sus padres. Esta historia se repitió en las familias de la comunidad, y fue permeando en la organización comunitaria.
Cuando se avisó del incendio, en el pueblo se convocó al tequio. En un principio acudió poca gente, pero con el pasar de los días y al hacerse evidente la destrucción comenzaron a llegar más personas. Quienes acudieron para combatir el fuego salieron sin más que la herramienta que usan diariamente para el trabajo en el campo. Un grupo de mujeres se organizó afuera del mercado del pueblo para preparar y repartir comida a quienes subieran a apoyar. Muchas personas enviaron ayuda económica desde las ciudades, sin embargo, faltaban manos.
El 11 de mayo Juan y su hijo salieron temprano en su motocicleta para apoyar en el bloqueo de la carretera internacional 190. Mientras que ellos se ubicaron a la altura del fraccionamiento Rancho Valle del Lago otro bloqueo sucedía a la altura de San Dionisio Ocotepec, en cada bloqueo había habitantes de varias comunidades. Durante todo el día, padre e hijo se movieron entre el bloqueo y el cerro, llevando víveres, herramientas, información de lo que estaba sucediendo y compartiendo los acuerdos en cada uno de los espacios. Durante sus recorridos, Juan se detenía para contarle a su hijo recuerdos de lo vivido en cada espacio, como si el trabajo de la memoria fuera calmar la pena ante lo que ya no será. Mientras la motocicleta avanzaba, Juan le mostraba los parajes donde paseaba a los chivos, subía con amigos o caminaba en soledad.
Debido a que la información pública que circuló sobre el incendio se centraba en la zona de Mitla, que está catalogado como “pueblo mágico” y cuenta con una zona arqueológica, gran parte del apoyo y asistencia que se enviaba estatalmente y desde las ciudades iba dirigido específicamente a esa comunidad. Ante la falta de apoyo institucional, el bloqueo direccionó parte del apoyo a su territorio, incluso interceptaron una camioneta de la Cruz Roja con guantes y mascarillas y un convoy del Ejército para que apoyara a los brigadistas. A estos últimos se les comisionaron dos guías, pero al poco tiempo se alejaron de ellos y se perdieron, lo que implicó que dejaran de apoyarlos. Iban vestidos con el traje militar completo, incluyendo chaleco antibalas y armas largas. Armas largas para apagar un incendio.
Mientras que el bloqueo recolectaba víveres y herramientas, los brigadistas luchaban contra la densidad del fuego. El mirador, que con muchos años de esfuerzo colectivo había sido construído, se convirtió en cenizas. Entre los brigadistas se encontraba un grupo de CONAFOR, el Comisión Nacional Forestal, que el pueblo había retenido para acompañar los trabajos y para que gubernamentalmente se tomaran acciones pertinentes, además de una patrulla de la Guardia Nacional. Así como en la plaza central las mujeres preparaban comida para todos, en el monte también había un grupo encargado de la alimentación y el cuidado.
Ya en el cerro intentaron de todo; abrían brechas corta fuego, compraron pipas de agua, palearon tierra, pero el fuego brincaba con el viento de un árbol a otro y la hojarasca se prendía con tal facilidad que las llamas quemaban desde la distancia. Respirar era difícil y hablar era un lujo que nadie se podía dar. Después de arriesgar su vida, la comitiva generó una asamblea y aceptó que necesitaba mayor apoyo, que sus manos no eran suficientes. “Pues hubo atención pero la magnitud del incendio era imposible de detener para el pueblo”, comparte Juan. El grupo de CONAFOR explicó que ante las condiciones geográficas del lugar y el nivel del incendio lo más viable era pedir un helicóptero. Explicaron que para ello se debía pedir permiso a una presa o río cercano para abastecerse y hacer un descampado para el aterrizaje. Los comuneros explicaron que ya habían gestionado eso y que aún así seguían esperando el apoyo. “No llega el helicóptero porque hay mucho tráfico aéreo”, bromeó alguien en medio del caos.
Después de mucho trabajo el grupo se vio obligado a moverse a un área segura y descansar. Se congregaron en un descampado y con calma, tristeza y sobre todo dolor observaron la destrucción de frente.
Algunas personas pedían por lluvia, otras por el helicóptero, pero nadie tenía otra opción que esperar.“¿Ves todo eso que ya no va a existir? A mi hijo le gustaba mucho. ¿Qué más queda que verlo desaparecer?” le dijo un señor a otro mientras comía.
Ese día no fue el último del incendio, duró algunos más y consumió 10 mil hectáreas, según lo que anunció CONAFOR a la prensa. La organización comunitaria y el trabajo colectivo tanto de los brigadistas como en el bloqueo permitieron que la voracidad de la lumbre pausara su ritmo, sin embargo la falta de acciones estatales inmediatas le dieron oxígeno a la lumbre. Días después llegó el helicóptero “Pero ya se había quemado casi todo, ya era muy tarde” comenta Margarito. Solo cuando llovió se terminaron de apagar las brasas que aún quedaban.
Mientras el Cerro Iglesia se quemaba, en el estado había otros 23 incendios activos, un número abismal. Según el Sistema Nacional de Incendios Forestales, solo en Oaxaca, de 1970 a 2023 se registraron 9,592 incendios con daños en 1,081,657 hectáreas. Oaxaca ocupa el lugar 11 en la lista de estados con mayor área forestal afectada por incendios desde 1970 hasta 2023. Según el Reporte semanal nacional de incendios forestales presentado el 27 de junio de este año por CONAFOR “En lo que va del año, se han registrado 6,771 incendios forestales en 32 entidades federativas, en una superficie de 862,495.97 hectáreas”, siendo Oaxaca la entidad federativa con mayor superficie dañada, y en este último año se registraron 202 incendios en 113,820.31 hectáreas. Tanto el 2023 como el 2024 superan a los 10 años anteriores en cantidad de hectáreas perdidas de bosque forestal, y aunque las causas de los incendios parecen diversas o poco claras, existe una evidente falta de capacidad institucional de controlarlos. Aunado a esto, se ha visto que ante la pérdida del bosque el cambio de uso de suelo aumenta, lo cual vulnera a las comunidades y su forma de vida. Mientras Oaxaca se quema, la industria de monocultivo del agáve mezcalero aumenta, las amenazas de megaproyectos extractivos como mineras se intensifican y los cambios en la vida comunitaria se acentúan. Los jilgueros y cenzontles pierden su hogar bajo la hoguera humana, y es que, según el Centro Nacional de Prevención de Desastres el 90% de los incendios en México son provocados por causas humanas.
Tras el incendio, en Villa Díaz Ordaz abundaba el sentimiento de tristeza. Cuentan los esposos que el territorio del pueblo vecino de San Miguel del Valle casi no se quemó ya que, según sus pobladores, año con año le dan ofrenda al cerro. Así que a los pocos días de la catástrofe la comunidad se organizó para llevar su ofrenda. “Se veía todo azul, como morado el cerro. No se veía nada verde pero ahora ya se empieza a ver verde otra vez. Y pues eso es por la ofrenda al ermitaño. Porque ahí en el cerro vive un ermitaño al que se le pide suerte en el cerro. Porque nuestros antepasados tenían esa creencia. que cuando hagas algo en el cerro tienes que pedirle permiso a la madre tierra, pero ya no habían llevado tanta ofrenda”, explica Amalia y Juan complementa “En menos de veinte años ya va a estar bien crecido de nuevo. Porque el corazón de muchos árboles sigue vivo. Y con estas lluvias está enverdeciendo, queda reforestar”.
“Pero ahora ya se pueden ver los surcos”, dice mamá Mali. Se refiere a los surcos que fueron trazados por sus padres y abuelos para sembrar. Surcos escondidos bajo el bosque y la hojarasca que solo con el caos se volvieron visibles. Surcos que nos recuerdan que el trabajo que hagamos ahora, dejará una marca en el futuro. Es cómo si el cerro estuviera contando su propio recuerdo.“Y es que el cerro queda como un recuerdo para nosotros y para los de después. Queda como una historia pues ya lo tenemos, ya lo platicamos. Eso es para que lo lleven siempre en su mente y pues reforestar para sembrar sus arbolitos”, nos dice Margarito viendo la nube caer con fuerza sobre Dani Roo.
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